Fue en un taxi, la última vez que lo vi. Lo saqué para responder a algunos mensaje de WhatsApp que tenía pendientes y para quedar con una amiga en un bar cerca del barrio donde vive ella. Y ahí debió ser cuando se me escurrió del bolsillo al intentar guardarlo. La cuestión es que el móvil se quedo en algún lugar de la parte de atrás de ese taxi, solo y desamparado. Cada vez que lo recuerdo me lo imagino tirando y abandonado, en una escena en blanco y negro con música triste interpretada por violines.
El caso es que me di cuenta en cuanto llegué a casa y eché la mano al bolsillo y noté el pasillo. En ese momento, pensé que lo habría puesto en otro lugar, pero después de comprobar a fondo el pantalón y la chaqueta empezó a cundir el pánico. Decidí entonces volver a repasar todos los posibles lugar en los que estaba, una y otra vez, como unas seis o siete veces seguidas, como si por arte de magia fuera a aparecer después de varios intentos. Pero no, la magia no existe, mis queridos lectores, lo comprobé por la vía dura.
En un primer momento pensé que no era para tanto, que podría sobrevivir sin él. Al fin y al cabo, podría ser peor, podría haber perdido algo más importante e irreemplazable, como las ganas de vivir o mi brazo derecho. Pero no, al fin y al cabo era solo un trozo de tecnología que podría sustituir por otro en cuanto tuviera el dinero suficiente.
No es tan grave estar sin móvil. O al menos eso pensaba
Pasado un rato quise consultar la hora, para ver si ya tenía que salir hacia mi cita. Entonces me di cuenta del primer problema: no uso reloj, es mi teléfono el que me marca el tiempo. Durante unos instantes dudé, pero finalmente caí en la cuenta de que tenía otras formas de comprobarlo, como por ejemplo encendiendo la televisión, que también tiene reloj, o el ordenador. Opté por la primera opción y comprobé que ya era la hora de salir. ¡Ja! Había vencido a la máquina en la primera batalla. Chúpate esa, modernidad.
Salí a la calle con la cabeza bien alta, con gesto victorioso y muy seguro de mí mismo. Iba a demostrar que era capaz de vivir sin la necesidad de contemplar una pantallita cada 30 segundos. Que no necesitaba de esos apéndices con chips para poder hacer mi vida normal. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no me di cuenta de que me había desviado del camino. Sé llegar al barrio de mi amiga, pero me había confundido, así que decidí dar marcha atrás para volver a la ruta correcta. No obstante, cada paso que daba más perdido me encontraba. Un pensamiento diabólico empezaba a recorrer mi mente, si tan solo pudiera consultar el GPS ahora… Aclaré mis ideas y no flaqueé, no iba a dejarme vencer tan fácil.
Podría salir de aquel problema preguntando a alguien, claro que sí. Un poco de interacción social con desconocidos no me vendría mal, y así pongo en práctica mis excelentes dotes comunicativas. El lugar estaba vacío, pero a lo lejos atisbé lo que parecían ser dos personas. Me acerqué con la mejor de mis sonrisas y les pregunté si podían ayudarme. Amablemente me indicaron que sí, pero solo a cambio de que aceptara su invitación para cierto juego, lo cual les concedería unas vidas más para jugar. Les dije que no podía ser, por las razones aquí descrita, me miraron como si fuera un bicho raro y se marcharon. Creo que pensaron que les estaba engañando o algo por el estilo, no puedo culparlos.
Sin GPS mi orientación no era tan buena
Deambulé durante unos minutos, que parecieron siglos, hasta que encontré una tienda. Ver aquellas puertas abiertas me dio una sensación parecida a la que tuvo que sentir Moisés cuando separó las aguas del Mar Rojo. Entré y pregunté al simpático tendero, que muy amablemente me señaló el camino a seguir.
Así es como llegué al lugar, 15 minutos tarde, pero no había rastro de mi amiga. ¿Se habría ido ya? No creo que se hubiera molestado por un cuarto de hora. ¿Y si había intentado llamarme para cancelar la cita? Mientras esperaba con paciencia me entró una duda. ¿Era realmente Moisés el que abrió las aguas del Mar Rojo? Quise consultarlo pero…obviamente no pude. Comencé a mirar alrededor, los edificios que tenía justo delante me parecieron preciosos y muy altos. Analicé todas las características arquitectónicas del lugar, y deseé tener la posibilidad de perder el tiempo leyendo opiniones en Twitter que no me importan lo más mínimo.
Cuando mi amiga llegó me contó que si no había visto los mensajes que me había mandado. Le conté la historia, rió, y me preguntó que si no había llamado para averiguar si el taxista tenía el teléfono. ¡Cómo no se me había ocurrido! Le pedí prestado el suyo, llamé, y el buen hombre que me había llevado se ofreció a traérmelo de vuelta, a cambio de que pagara la carrera, claro. Acepté de buen grado y entré a tomar algo con mi amiga mientras. Afortunadamente, cada vez más gente devuelve los objetos perdidos, como indica este artículo del periódico La Vanguardia.
Lo que sucedió fue curioso. Por primera vez en mucho tiempo tuve una conversación fluida, llena de imprecisiones y enfocada en la otra persona. Disfruté de mi tiempo como nunca y cuando llegó el taxista me guardé el móvil sin siquiera consultarlo. En el momento de despedirnos fue cuando lo saqué por primera vez para comprobar la ingente cantidad de información que tenía pendiente responder.
La vuelta a casa fue mucho más fácil, aunque más que por haber recuperado el teléfono fue por lo que me hizo aprender el camino de ida. Quizá, al fin y al cabo, sí que había vencido a la tecnología.